lunes, 5 de enero de 2009

Por ellas

Estaba oscuro. La vida seguía y yo no tenía aire que respirar ni viento al que seguir.
La habitación era estrecha y fría y el miedo era como un cuchillo afilado que se metía en los huesos y los cercenaba y partía como un carnicero experto y hábil.
Había que seguir adelante, salir de la habitación y marchar. No por mí. Mi vida ya daba lo mismo, pero la de ella no. Tenía que salvarla y tenía que alejarla de él.
El roncaba, dormido por el alcohol, semiinconsciente. Pero aun así daba miedo.
Yo tenía entonces treinta y tres años y la mente y el cuerpo rotos.
Estaba tan paralizada por el terror que hubiera saltado por aquella ventana del séptimo piso para dejar de sufrir, o para despertar. Pero estaba ella. No había cumplido los dos años y era una mujercita fuerte y serena que me tomaba de la mano y me hacía caminar.
Me miraba con sus ojos, tan negros y brillantes, sin miedo, pero con tanta tristeza que sobrecogía.
Fue por ella.Y por ellas que no estaban conmigo, pero que vivían en mi corazón y en mi mente.Las echaba tanto de menos y las sentía tan perdidas.......


Me sobrepuse al terror y esperé toda la noche, sin dormir ni un segundo, a que amaneciera.

Él no era alto, estaba flaco, tan flaco y demacrado que llamaba la atención. Tenía los ojos muy hundidos y la frente muy ancha. Su pelo rizado fue casi albino en la niñez. Lo llevaba muy corto, estilo nazi, decía. A veces sí daba la impresión de que le faltaban las botas y la gorra para ser un alemán de película de guerra. Y ejercía de ello.
Su mayor afición era beber. Pero tenía muchas más aficiones.

Cuando le conocí no tenía más de dieciocho años. Entonces me engañó con su poder de seducción. Era simpático, contaba chistes como nadie y me hacía reír. Íbamos juntos a clase, compartíamos aficiones, tocábamos la guitarra y cantábamos juntos. Fuimos amigos casi cuatro años, novios un año y medio y nos amábamos tan locamente, que hasta pensamos en casarnos en secreto. Nos separábamos llorando por las noches y al llegar a casa escribíamos cada uno una carta para el otro.
Cartas tiernas y dulces, en las que nos decíamos y nos contábamos el futuro. “Te haré una cama de estrellas, y la luna será la cuna de nuestros hijos” “Te cuidaré toda la vida y nuestro amor será el más grande que haya sentido nadie” Cosas así, tan cursis y tan terribles miradas desde la lejanía del tiempo.

Ella dormía en su cuna. El sueño inquieto y débil. Y yo que no podía dormir me sentía ansiosa de que llegara la luz y él se fuera.
Y llegó la mañana. Mis ojos seguían abiertos, expectantes y temerosos de que él decidiera no ir a trabajar aquel día. Muchas veces pasaban estas cosas.
Por las noches bebía y bebía y al día siguiente no podía levantarse para ir al trabajo.
La verdad es que no trabajaba demasiado. En los nueve años que pasé con él, si me pongo a contar, no creo que llegara a los dos años completos.
Entonces tenía trabajo. Se levantó de la cama, le hice un café, le di un beso y abrí la puerta para que saliera.
-Adiós, que tengas un buen día.- mi voz sonó serena, mentirosa y ladina.

Cerré la puerta y supe que iba a ser la última vez.

No me llevé casi nada. El pijama de la niña, una muda para ella, otra para mí, el carrito, el chupete y poco más.

No tenía dinero. Ni una sola peseta. En mi casa el dinero se gastaba en vino.Bajé a la panadería y le pedí veinte duros a la panadera. Le dije que luego se los devolvía. Pobre mujer, tan buena ella y nunca se los devolví.
Tampoco era mucho, pero me salvó la vida.

Cogí el metro, con mi pequeña bolsa y mi gran niña. Mi niña que me sonreía y me decía “mamá” con su lengua de trapo. Y las dos como dos reinas libres, en un vagón de metro alejándonos de aquella casa y sin saber dónde ir. Sin dinero, sin futuro, sin ropa, sin comida, sin familia. Pero la tenía a ella. Y había que luchar.
La fortaleza a veces aparece cuando menos te la esperas.

No me costó demasiado que un antiguo compañero de trabajo me dejara dos mil pesetas. Ni siquiera le llamé. Me fui a su oficina directamente, y con aquella fuerza extraña que me daba mi hija pequeña le pedí el dinero sin vergüenza y sin remordimientos y sin hacerme la víctima.

Aquello parecía una cadena. Veinte duros, el metro, dos mil pesetas, el tren.
Un tren que me llevó a Sigüenza, a casa de mi única amiga.

2 comentarios:

Beatrice dijo...

Lo siento, no sabes cuanto y también te entiendo. Conocemos por desgracia bastante bien a ese ser. Pero la vida da a cada uno lo que se merece, te lo aseguro.
VALIENTE! tenías todo en contra y aún así saliste. Sigue siempre hacia delante y los pasos para atrás sólo para coger carrerilla. ok?
Un besazo

Jaime Riba dijo...

holaaaaa! que tal? solo pasaba por tu blog! que me parece muy original! te sigo que lo sepas! ^^ espero verte por mi blog de vez en cuando y que me sigas! yo tb me pasaré a menudo! besos! chao!

Jaime